Ya era la tercera vez que le ocurría. Por la mañana, mientras se maquillaba frente al espejo, por unos momentos, se veía a sí misma desde el techo. Como si su alma, su espíritu, su conciencia, algo de ella, hubiera salido de su cuerpo y se hubiera colocado por encima. Desde allí, observaba a esa chica pintándose los labios. Esa chica que era ella misma. Marta no había consumido ningún tipo de droga, ni medicamento, no sabía a qué achacar esta fantasmagórica flotación. Encerró esos episodios bajo llave. Tenía miedo a que la tomaran por loca.
Pedro vivía angustiado creyendo que, en el fondo, era un asesino potencial. No entendía cómo esos macabros pensamientos cruzaban por su mente. Seguro que no era normal. El peso de la vergüenza le comprimía el alma. Nunca se aligeró confesándoselo a alguien.
Cristina también tenía un íntimo y absurdo secreto sellado en su cabeza. Desde que era niña escondía una pequeña cajita de latón repleta de las uñas que se iba cortando. Era como un tesoro. No sabía por qué tenía la necesidad de esa retorcida colección orgánica.
La pregunta a la que más nos enfrentamos los psicólogos es: “¿Soy normal?”. Suele ir precedida de una detallada descripción de algún comportamiento, sentimiento o sensación que a la persona se le antoja extrañísima. Relatos que suelen ir seguidos de un: “Esto solo me pasa a mí”.
No somos tan originales, lo más extravagante que podamos sentir, la idea más loca que tengamos, el comportamiento más rocambolesco no suelen ser propiedad exclusiva. Por temor a parecer anormales lo ocultamos. Somos una manada de manías, obsesiones y rarezas disfrazadas bajo un traje tallado por el patrón social. Nunca sabremos que eso que no confesamos quizá también lo vive la persona que está tomando café en la mesa al lado de la nuestra.
¿Soy normal? A esta pregunta tan sencilla y tan compleja a la vez se puede responder de varias maneras. La primera, bajo el paraguas de la estadística. En el caso de que haya estudios científicos, los terapeutas podemos dar una respuesta del tipo: “Pues esto que te sucede le pasa al 50%, al 70% o al 90% de las personas”.
Y eso ¿adónde nos lleva? ¡A ninguna parte! Un bajo porcentaje estadístico no apunta a la patología. Por ejemplo, existen personas que al escuchar letras o números, ven colores, o que cuando escuchan palabras les vienen diferentes sabores a la boca (saborean las palabras). Son los sinestésicos. Experimentan percepciones cruzadas. Las investigaciones arrojan distintos porcentajes respecto a este fenómeno, que van desde un 1% a un 14%. Proporciones pequeñas. Por eso, antes la sinestesia era tratada como un error del cerebro, como una patología; sin embargo, a medida que avanzan los estudios se asocia cada vez más a la creatividad, a la memoria prodigiosa, a la genialidad.
Obsesión por una persona, aumento de la pasión sexual, enlentecimiento del tiempo cuando se está lejos de ella, segregación anormalmente alta de dopamina…, estos son los síntomas del enamoramiento. ¿Lo consideramos una patología? No. Lo etiquetamos como normal pues la mayoría de los mortales lo experimentamos alguna vez en la vida. Si solo un 1% de nosotros se enamorara, entonces a esos pocos los tildaríamos de locos. Trataríamos como una neurosis ese fundido tan desgarradoramente dulce del corazón. La estadística no suele decirnos nada realmente interesante.
“¿Esto que me pasa qué nombre tiene?”. Necesitamos estar dentro de alguna casilla rotulada. Los psicólogos y psiquiatras lo tenemos muy fácil para colocar a la gente en cuadrados. Disponemos de una herramienta que nos lo permite: el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Un manual donde se encuentran todos los posibles trastornos con los síntomas que los caracterizan. Este catálogo de patologías resulta útil para la orientación del diagnóstico y el tratamiento. No obstante, dista mucho de ser un mapa exacto y su interpretación necesita grandes dosis de sensatez y humanismo. Sobre todo es imprescindible no perder de vista la relatividad de los criterios que se han empleado para elaborarlo.
Hasta el año 1973, la homosexualidad se encontraba dentro de este manual como un desorden mental. Las patologías entran y salen de este diccionario de las “anormalidades” humanas dependiendo de la moral de la época y muchas veces de los intereses de las industrias farmacéuticas. Cuanto más se diagnostica, más psicofármacos se venden. La última versión se ha visto engrosada con la entrada de nuevas patologías. Una de ellas presenta la complicada etiqueta: “Trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo”. Es un diagnóstico para niños que presenten irritabilidad, pataletas, episodios de rabia como mínimo tres veces por semana durante un año. El peligro de acabar medicando los berrinches ya está servido. También se ha incluido el “trastorno por atracón”, un diagnóstico para las personas que se den una panzada con una frecuencia mínima de doce veces en tres meses. Al final, ya nadie será normal.
¿Qué significa ser normal? ¿Comportarnos como la mayoría? ¿No estar encasillados en alguno de esos diagnósticos? Nuestros protagonistas: Marta, con sus salidas del cuerpo; Pedro, con sus pensamientos asesinos, y Cristina, con su recopilación de uñas cortadas, ¿son normales? De entrada, no son únicos, es decir, que estos ejemplos están basados en un porcentaje de la población, aunque eso tampoco importa mucho. Estas rarezas puntuales no serían suficientes para clasificarlos como trastornados, para ello es necesario comprobar si estas extravagancias afectan a su vida cotidiana. En el caso de que no lo hagan, se los pondría dentro del saco de los normales.
Podríamos llegar a la conclusión de que, si la vida se ve afectada, se considera patología y, en caso contrario, no, pero eso también esconde una trampa. Imaginemos un fetichista. Un hombre que solo logra excitarse si su pareja lleva unos zapatos rojos de tacones imposibles. ¿Es patológico? Según nuestra conclusión, no lo sería dado que el resto de su vida no tiene por qué verse alterada. Ahora bien, supongamos que a su pareja no le gusta poner sus pies dentro de ese glamuroso calzado. En ese caso, podría estallar una crisis dentro de la pareja que pusiera la existencia de nuestro fetichista del revés. Así que dependiendo de la disposición de su mujer etiquetaríamos a ese hombre como trastornado o no. Complicado.
En Líbano, si un hombre presenta zoofilia y se lo monta con un animal hembra, se le considera normal. Ahora bien, si el animal es macho, la cosa cambia. La ley lo prohíbe y la condena puede ser de pena de muerte.
Aquí somos más lógicos. Si nos pasamos el día corriendo es normal. Si nos dejamos la salud para alcanzar objetivos materiales es normal. Si nos quedamos impasibles ante imágenes sangrantes del televisor es normal. Si el humor se nos agrieta porque nos han rayado el coche es normal. Si nos quejamos constantemente es normal. Si valoramos más el cuerpo de los jóvenes que la sabiduría de los ancianos es normal. La postura disparatada respecto a la zoofilia no desentona tanto al lado de nuestras “normalidades”. ¿Quién está más cuerdo, el que encaja dentro de esta loca sociedad o el que no?
Queremos encontrar la fina línea divisoria entre cordura y locura pero no existe. Esa raya es como el meridiano de Greenwich, si pasas por alguna carretera que lo cruza no lo ves, no existe, es solo una invención arbitraria de nuestra necesidad de ordenarlo todo. Saber si somos normales o no, no es la cuestión. Lo esencial no es qué rarezas nos acompañan, sino cómo nos relacionamos con ellas. Una misma locura puede ser vivida como genial o como patológica. Una misma manía puede verse como algo que convierte a una personalidad en especial o como una alteración. Una misma obsesión puede desviarse hacia lo creativo o hacia lo insano. Todos tenemos nuestra parte loca. La cuestión es qué hacemos con ella.
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