Más que un arcón donde se guardan las fotografías de lo que nos pasó, la memoria humana parece ser un atril que nos permite garabatear, sobre los trazos del pasado, aquello que imaginamos.
En las series animadas que veíamos en nuestra infancia, era bastante común que representaran a la memoria como un arcón en la cabeza de los personajes en el cual se guardaban los recuerdos. Así, cuando algunos de estos eran requeridos, se recuperaban intactos, se usaban y de la misma manera se volvían a guardar. Aunque resulte sorprendente, nada de eso puede estar más alejado de cómo funciona la memoria humana.
Uno de los campos más fascinantes en el estudio neurocientífico es, justamente, la memoria, ya que a través de esta podemos evaluar el pasado para actuar en el presente y planificar el futuro. ¿Qué es lo que recordamos exactamente? ¿El hecho tal cual sucedió? ¿Nuestra percepción del hecho? ¿El último recuerdo sobre el mismo hecho, es decir, recordamos nuestra propia memoria? ¿Cuánto influyen los demás en ese recuerdo? ¿Recordamos de la misma manera a lo largo de toda nuestra vida?
A diferencia de lo que muchas veces se piensa, la memoria no es un fiel reflejo de aquello que pasó sino más bien un acto creativo, uno de los más creativos en el funcionamiento de nuestras mentes. Cada recuerdo se reconstruye de nuevo cada vez que se lo evoca. Aquello que recordamos -una imagen de un paisaje, una frase de nuestro abuelo, un aroma de nuestra infancia- está influido por el contexto que rodea esa acción de recuperación. La relación entre la memoria y el hecho o elemento que se recuerda es sumamente compleja y apasionante.
Pensemos un ejemplo cualquiera. Una persona está en una reunión social con su pareja y se le ocurre contar, para amenizar la charla, una anécdota personal: el relato de cómo fue la historia de amor que llevó a conocerla, las primeras conversaciones, detalles románticos y otros curiosos de ese hecho. Imaginemos también que no es la primera vez que la cuenta, ya que le resulta útil porque permite entretener al resto con un relato sabido lleno de vicisitudes, complicaciones y azares. Se nota que a todos les gusta la anécdota, porque de hecho aportan comentarios ingeniosos sobre algunas cuestiones y hacen preguntas disparadoras que buscan una respuesta original. Pero luego de despedirse y de regreso a su casa, la pareja le comenta con sorpresa: “Lo que contaste no tiene nada que ver con lo que en verdad pasó entre nosotros”. ¿Quién tiene razón? ¿Qué es en lo que “en verdad” pasó?
Más que un arcón donde se guardan las fotografías, la memoria humana parece ser un atril que nos permite garabatear
Analicemos qué es la memoria y de qué tipo de memoria estamos hablando en este caso. La memoria es la capacidad para adquirir, almacenar y evocar información. Existen diferentes tipos de memoria y cada una se asocia a estructuras neurales específicas. Llamamos “memoria autobiográfica” a la colección de los recuerdos de nuestra historia. Esta nos permite codificar, almacenar y recuperar eventos experimentados de forma personal, con el distintivo de que, cuando opera, tenemos la sensación de estar “reviviendo” el momento. Ese componente personal le da una particularidad esencial a la memoria autobiográfica: está definida por lo episódico, es decir, podemos asignarle un tiempo y un espacio a cada una de nuestras memorias. Cuando recordamos este tipo de eventos, no solo recordamos dónde fue y con quién estábamos, sino también los sentimientos y las sensaciones vividas. Esto tiene sentido porque las estructuras cerebrales que están involucradas en la memoria autobiográfica alimentan a su vez circuitos neurales ligados con las emociones. Los hechos autobiográficos con fuerte carga emocional se recuerdan más detalladamente que los hechos rutinarios con baja implicación emocional. ¿Acaso no conservamos el recuerdo de qué estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001 en el momento que nos enteramos que dos aviones se habían estrellado en las torres gemelas de Nueva York? Y el día anterior o el siguiente, ¿también lo recordamos así? ¿O no nos acordamos de detalles sorprendentes del día que nació nuestro hijo? ¿O del instante que tuvimos una noticia muy desgraciada o un evento muy dichoso?
Volvamos al ejemplo de la pareja y las preguntas que nos hicimos. ¿Quién de los dos recuerda más “fielmente” el hecho narrado tal cual sucedió? ¿Uno o el otro? ¿Ninguno de los dos? Lo que sucede es que la forma en que recordamos un evento en particular no se trata muchas veces de una recopilación exacta de cómo sucedió originalmente, sino del modo en que lo recordamos previamente. Y si, por ejemplo, la última vez que lo evocamos estábamos más contentos, probablemente hayamos cargado con esos condimentos positivos el recuerdo. Por el contrario, si nuestro ánimo era más bien negativo, el recuerdo tendrá un tinte más pesimista. La memoria, cuando se evoca, se hace frágil y permeable a nuestras emociones del presente.
¿Cuánto influyen los demás en ese recuerdo? ¿Recordamos de la misma manera a lo largo de toda nuestra vida?
Nuestros cerebros constantemente nos “traicionan” al transformar nuestra memoria. Cuando uno experimenta algo, el recuerdo es inestable durante algunas horas, hasta que se fija por la síntesis de proteínas que estabilizan las conexiones sinápticas entre neuronas. La próxima vez que el estímulo recorra esas vías cerebrales, la estabilización de las conexiones permitirá que la memoria se active. Cuando uno tiene un recuerdo almacenado en su cerebro y se expone a un estímulo que se relaciona con aquel evento, va a reactivar el recuerdo y a volverlo inestable nuevamente por un período corto de tiempo, para luego otra vez guardarlo y fijarlo en un proceso llamado “reconsolidación de la memoria”. Así, cada vez que recuperamos la memoria de un hecho, permitimos la incorporación de nueva información. Y cuando la almacenamos como una “nueva memoria”, contiene información adicional al evento original. Es por eso que aquello que nosotros recordamos no es el acontecimiento exactamente tal como fue en realidad, sino la forma en la cual fue recordado la última vez que lo trajimos a la memoria. Esto es como un documento de Word que, al abrirlo y trabajarlo, podemos incorporar y sacarle cosas y, cuando lo volvemos a guardar, queda la nueva versión hasta su próximo uso.
Décadas de investigación científica han establecido que la consolidación de la memoria a largo plazo exige la síntesis de proteínas en los caminos neuronales de la memoria, pero nadie sabía que también hacía falta una síntesis de proteínas después de recuperar un recuerdo, lo que implica también que se está consolidando en ese momento. Esto resultó una excelente pista bioquímica de que, al menos, algunos tipos de recuerdos hay que reescribirlos neuronalmente cada vez que se recuperan. Por eso al evocar una memoria la estamos recreando y así tenemos menor precisión del recuerdo original. Aunque suene contradictorio con el sentido común, la ciencia muestra que si uno tiene una memoria, cuanto más la usa, más la modifica. La memoria no es sobre el hecho que vivimos sino sobre el último recuerdo. En la película argentina ganadora del Oscar El secreto de sus ojos, Ricardo Morales, el marido de la víctima, así se lo dice al personaje que interpreta Ricardo Darín: “Lo peor de todo es que me la voy olvidando. Entonces me esfuerzo para pensar en ella todo el día, toda la noche, me desvelo para recordarla. (…) Y ya no sé si es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo lo que me queda.”
Aunque suene contradictorio con el sentido común, la ciencia muestra que si uno tiene una memoria, cuanto más la usa, más la modifica
Las evidencias aquí expuestas abren también interesantes debates en otras áreas del conocimiento, desde las teorías sociológicas hasta la práctica jurídica. Por ejemplo, ¿cuál es la “verdad y nada más que la verdad” que jura el testigo revelar cuando recuerda algún hecho si, como fue dicho, el contexto de un nuevo lugar y tiempo, o incluso su estado de ánimo, permiten que las memorias integren nueva información? También este puede intervenir en disciplinas como la historiografía, la política y el periodismo, y en lo que comúnmente llamamos “memoria colectiva”.
Más que un arcón donde se guardan las fotografías de lo que nos pasó, la memoria humana parece ser un atril que nos permite garabatear, sobre los trazos del pasado, aquello que imaginamos.