El día que Raquel Feijoó volvió a pisar el hospital en el que murió su hija le temblaban las piernas. Había pasado un año y medio desde que vio por última vez con vida a Vera, de ocho años, en ese mismo lugar, y por momentos pensó que no iba a ser capaz de traspasar el umbral de la puerta. Por primera vez ella y la leucemia que padecía no eran el motivo de su visita al hospital Niño Jesús de Madrid. O tal vez sí. Dentro le esperaban decenas de niños con cáncer con los que dejaría a un lado el rol de madre de paciente que ejerció durante los casi dos años que estuvo ingresada su hija para asumir el de voluntaria de la Fundación Aladina a través del reiki, una terapia para canalizar la energía con las manos.
No es lo que doy, es lo que me dan. Que te canten sus canciones favoritas, que te digan que no te vayas, o un ‘me dejas que te dé un beso’. Te vas a casa con el corazón lleno de emoción», cuenta Feijoó, informática de 41 años, en una pausa. Cada jueves, de cinco a ocho de la tarde, se mueve entre las habitaciones del centro como un policía de paisano por las calles vela por la seguridad: sin revelar a los padres de los niños que visita su condición de veterana para que su historia no les haga caer en la desesperanza.
La discreta presencia de Feijoó entre los nuevos afectados contrasta con las horas que durante un año dedicó a lo contrario: reír, llorar y recordar a Vera en un grupo de duelo para padres que han perdido a su hijo por el cáncer. Las sesiones se celebran en una sobria oficina del centro de Madrid. En ella hay una docena de sillas colocadas contra las paredes, de las que cuelgan varios cuadros con mensajes que tratan de transmitir positividad. «Como tú no hay nadie», reza uno de ellos. «Lo único imposible es lo que no intentas», afirma otro.
Las frases están ahí para que las interioricen los hombres y mujeres que cada dos semanas se sientan juntos durante dos horas unos centímetros más abajo. Todos han perdido a un hijo por el cáncer. Ninguno llegó al grupo de duelo demasiado convencido de su utilidad. Las palabras a las que más atención prestan no están escritas: salen de los labios de Valeria Moriconi, la psicóloga italiana que desde hace seis años dirige la terapia, impulsada por la Fundación Aladina. «Les recibo dándoles la enhorabuena por entrar en esta habitación y desnudarse emocionalmente delante de otras personas con todo el sufrimiento que uno tiene».
Allí estuvo en su día Feijoó, que ahora compagina el voluntariado con la atención a Elsa y Gael, sus dos hijos. Desde el pasado 13 de marzo están, entre otros, matrimonios como Lara y Pepe, Chus y Pedro o Paloma y Eduardo. También padres como Ana, que acuden solos. La enfermedad es una prueba para la pareja: «O te une para toda la vida o lo destruye», dice Pepe sin matices. Cada año un nuevo grupo echa a andar. Nunca más de 12 personas «para mantener la complicidad». Nombres comunes para una situación que ha traído la excepcionalidad a sus vidas. «Vienen con miedo a irse de aquí sumando a las suyas las penas de los demás. Y no es así», agrega Moriconi.
El diálogo entre ellos comienza fluido y animado. Hablar de sus hijos no es un tabú. Pedro Reguera está entre los que más toman la palabra. Ha publicado dos libros sobre su hija Julia, fallecida por un sarcoma —tumor maligno— a los cinco meses de nacer, cuyo nombre llevan tatuado en la muñeca tanto él como su esposa. A veces, recordar a sus hijos les fortalece: «Utilizo a mi hija para controlarme en los malos momentos. Es increíble la fortaleza que te demuestran con lo pequeños que son. Cómo sonreía aunque tuviera cuatro quimioterapias en cuatro horas», afirma Lara.
Los 11 meses que llevan viéndose han generado un ambiente favorable a la conversación que no se respiraba en los primeros días: «Aquí había padres que se pasaban dos horas llorando sin pronunciar una palabra y ahora los ves reírse. Positivos. Valeria sabe hurgar en la herida, ver de dónde viene ese dolor y enfocar tus sentimientos», interviene Pepe, que hace año y medio perdió a su hija Cayetana.
En la montaña rusa de emociones que ha vivido desde entonces hay momentos en los que deseaba «irme con ella» —prosigue Pepe—, enfados sin motivo con sus otras dos hijas y facturas de más de 3.000 euros en compras compulsivas de ropa, juguetes o regalos para su mujer que le servían de desahogo. «Toqué fondo», reconoce.
Un lenguaje común
En la sala se sienten protegidos. Repiten que ellos hablan el mismo idioma frente a la gente que desde fuera les anima a “seguir adelante” o a “olvidar”. Su primera regla es no juzgar la forma de llevar el duelo de cada uno. «La gente no sabe relacionarse contigo cuando pierdes a un hijo. Les cuesta preguntar cómo te encuentras. Falta naturalidad», opina Paloma, que acude al encuentro embarazada. «Es un regalo. Su hermano va a estar en ella», añade.
Todos coinciden en que nunca llegarán a superarlo completamente, y viven el reto de volver a divertirse con sentimientos encontrados. «Al principio me sentía mal por bailar o reír. Pensaba en la gente que diría ‘está aquí dando botes y su hija ha fallecido’. He aprendido que lo que digan los demás me da igual», explica Chus, una habitual de los conciertos.
El ímpetu de algunos de los padres del grupo en la recreación de experiencias y sentimientos contrasta con el silencio de otros. El deseo común lo expresa en voz alta Pedro Reguera, que no ha faltado a la cita pese a ser el día de su 40 cumpleaños. «Querría estar en casa viendo la tele. Mi hija tumbadita sin estar enferma. Lo que cualquiera haría un día corriente, tranquilamente, era lo mejor de mi vida».
El cáncer infantil en cifras
1.500 nuevos casos de cáncer infantil y adolescente se detectan cada año en centros de salud españoles.
La tasa de supervivencia es del 76% según datos del Registro Nacional de Tumores Infantiles. La cifra es superior a la de la población adulta.
Es la primera causa de muerte por enfermedad en personas de entre 1 y 19 años según la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer.