Los padres y las madres siempre buscan lo mejor para sus hijos. Es lo natural, lo esperable, lo que impone la lógica. ¿Quién no ha escuchado eso de “quiero que mi hijo tenga todo lo que yo no pude tener”?
Con este aspecto hay que ser muy cuidadoso, pues al facilitar a nuestros hijos prácticamente todos sus deseos sin esfuerzo por su parte evitamos que interioricen el aprendizaje del costo de las cosas, del valor del esfuerzo, de la satisfacción que produce el logro de las metas a través del propio trabajo personal.
Si no adquieren este aprendizaje, estaremos generando futuros adolescentes y adultos con baja tolerancia a la frustración, con la convicción de que es “obligación” de sus padres el cubrir todas sus demandas y antojos “porque siempre ha sido así y es mi derecho”.
Aún así, planificamos conscientemente como padres el desarrollo de nuestros vástagos, o mejor dicho, cómo nos gustaría a nosotros. Soñamos con el futuro ideal de nuestros hijos. Es humano, es normal. Anticipamos lo que nos gustaría que fuesen cuando llegasen a la edad adulta.
Nos vaciamos con ellos, especialmente en el plano afectivo, donde “damos todo sin pedir nada a cambio”. Esto es lo habitual, lo “funcional”: padres que afectivamente lo dan todo a sus hijos, sintiéndose reforzados y dichosos cuando el afecto es devuelto, pero sin exigirlo, sin imponerlo.
Sin embargo, en este ámbito aparece un efecto pernicioso, lesivo, de algunos padres hacia sus hijos que generan daño en el desarrollo emocional de éstos.
Entramos en el campo de la necesidad de algunos progenitores de ser “reparados emocionalmente” por carencias afectivas vividas en su desarrollo, en su propia crianza, y que buscan que los “reparadores” sean sus hijos, exigiéndoles una función para la que no están en absoluto preparados en el momento evolutivo en el que se encuentran.
Este tipo de situaciones las he podido observar a través de mi experiencia como psicólogo en el campo de la atención a menores en situación de desamparo, estando dichos menores en centros de acogimiento residencial mientras se trabaja con sus progenitores para valorar la posibilidad de su reintegración en el contexto familiar nuevamente.
Uno de los argumentos más empleados especialmente por las madres es que “necesitan” a sus hijos con ellas “para ellas estar bien”, atribuyendo a sus hijos una “cualidad reparadora” del daño emocional que sufre el adulto por la separación, pero no identificando con tanta claridad el daño que sufre el menor, que pasa a segundo plano.
El caldo de cultivo del que han surgido estas madres carenciadas es el de las familias negligentes. Los padres de estas futuras madres con carencias afectivas no se ocuparon de sus hijos, y presentaron probablemente errores importantes a nivel de su desempeño de las funciones parentales.
Entraríamos aquí en trastornos del apego adulto-niño, especialmente madre-hijo. Esto además desencadena la transmisión transgeneracional de patrones de crianza inadecuados, lo que nos deja una futura madre que cuando niña fue gravemente dañada emocionalmente y sin criterios adecuados en relación a las pautas de crianza ni la capacidad de establecer con sus futuros hijos un apego de tipo seguro.
Así, nos encontramos con madres con graves carencias a la hora de ejercer la función marental. Son adultos que crecieron en un medio familiar y en un contexto social extremadamente limitado en recursos maternales.
El psicólogo Jorge Barudy explica que este tipo de progenitores suelen presentarse a través de su lenguaje natural como “seres hambrientos de amor”. Insiste en que “como padres, a menudo esperan que sus hijos colmen total o parcialmente estas carencias del pasado. El peligro de ‘cosificación’ del niño deriva de esta experiencia, dado que se le concibe más como un ‘objeto de reparación’ que como a un niño”.
Algunos de estos padres carenciados, a pesar de haberse desarrollado en contextos de este tipo, han logrado en la vida adulta que sus hijos no vivieran lo que ellos mismos vivieron, librándolos de los sufrimientos que ellos mismos conocieron. Sin embargo, otros padres, “…esperan que sus hijos les brinden los cuidados, el amor, el respeto, la aprobación y la disponibilidad que no pudieron tener en sus infancias” (Barudy, J.).
Este tipo de procesos generan el enorme riesgo de que el adulto pueda “usurpar” a su propio hijo su proyecto existencial, su desarrollo individual, su crecimiento como persona, generando un enorme daño. Se utiliza al niño como un “objeto”, como una “cosa” a través del cual realizarse.
En el día a día quizás nos seamos muy conscientes de este tipo de realidades, que seguramente veamos como lejanas a nuestro entorno, a nuestro contexto social. Sin embargo, es una realidad palpable, y desgraciadamente fácilmente observable para los profesionales que hemos trabajado o trabajamos en el contexto de ayuda social, y especialmente en el ámbito de la protección al menor.
El “adueñarse” emocionalmente de un hijo, el nombrarlo oficialmente “reparador de tus grietas”, es cargarlo con un lastre que difícilmente superará en su desarrollo y que le limitará en todos los ámbitos de su vida.
O como diría el ya citado Jorge Barudy: “Existe, pues, el peligro de que se produzcan graves trastornos en el proceso de diferenciación e individuación psicológica del niño y que el adulto se apropie del cuerpo de éste para obtener de él la ternura, el contacto emocional y la autoafirmación que necesita…”.
Un hijo no es la muñeca o el peluche a los que dormimos abrazados porque nos tranquiliza y nos hace sentir mejor, no es el que tiene que equilibrarnos emocionalmente, el que nos tiene que poner cataplasmas para el dolor.
Un hijo es aquél que nos hará felices en su crecimiento, en su elección individual de sus procesos personales y del camino que ha de recorrer.
Gran artículo.
También he visto madres que obligan a sus hijos a ser lo que ellas no pudieron ser, realizarse a través de sus hijos sin ser conscientes del daño emocional que pueden llegar a causar.
Nuestros hijos, aún de pequeños, son seres independientes.