Entre las ciencias sociales la sociología es una disciplina que ha hecho su aparición hace muy poco tiempo. Su objeto de estudio son las sociedades humanas y su comportamiento, sus usos, sus costumbres, tomando en cuenta que cada una de ellas se encuentra inmersa en un espacio y un tiempo que las hace herederas de una carga cultural en un contexto determinado. La sociología entiende que el ser humano como individuo es una construcción de la sociedad en que le tocó nacer. Forma parte de un colectivo que, a diferencia de otras especies, rige sus comportamientos según algo que se llama “cultura”. No hay que entender cultura como una categoría de alto nivel de pensamiento que se exprese en el arte o en las ciencias. Debemos entender cultura como toda acción humana, consciente o no, que no se hereda genéticamente, sino mediante la comunicación, el lenguaje, la imitación y la educación o formación. Por ejemplo, alguien puede heredar genéticamente su color de piel, de pelo, de ojos, su contextura física o incluso predisposición a enfermedades. Pero acciones como hablar, escribir, vestirse, usar herramientas, formar una familia y muchas cosas, no se adquieren genéticamente, sino que hay que aprenderlas generación tras generación. Por lo tanto son actos culturales tanto amarrarse los zapatos, cocinar, pintar un cuadro o ir al espacio exterior. Ahora bien, la cultura como construcción social lleva en sí algo bastante paradojal y misterioso: la cultura no es rígida, no es inmóvil. Es flexible, cambiante, convencional. Cada sociedad construye lo que se llama “escala de valores”, pero lo que se valora en una sociedad, aquí y ahora, puede no ser valorada en otras sociedades, tanto actuales como del pasado. Y pese a todo ello, cada colectivo humano ve y practica sus usos sin detenerse a pensar en ellos, a preguntarse qué estoy haciendo y por qué lo estoy haciendo. Simplemente se ejecutan mecánicamente, entendiendo que así son las cosas y así es como deben hacerse. En las convenciones culturales no hay espacio para la duda, para el cuestionamiento o para la crítica. El problema que acarrea todo esto radica en que se tiende a ver los usos de la cultura que a cada uno le tocó vivir como la única forma en que debe verse el mundo. Pero a medida que se comenzó a descubrir que las multitudes de grupos humanos, tanto contemporáneos al observador o ya desaparecidos en el tiempo, se pudo comprobar que no existe ni ha existido uniformidad cultural, hecho que a todas luces fue tremenadmente choqueante para la cultura que se expandió por el mundo, la cultura occidental, la nuestra. Hubo que asumir que las escalas de valores son incómodamente versátiles y volubles para nuestros ojos y nuestras varas de medir. La alimentación, los rituales de unión matrimonial, los ritos fúnebres, lo que es correcto, lo moral y lo inmoral, lo bueno y lo malo, cambian vertiginosamente según donde se viva y se muera. Alimentos que consumimos placenteramente, pueden ser repulsivos para otra sociedad y viceversa. Los patrones de belleza, el concepto de trabajo y de ocio, las actividades de entretención, la forma de hacer pareja, lo que debe ser público y lo que debe ser privado, son extremadamente disímiles entre sí. Si alguien que pertenezca y se identifique con nuestro Occidente viaja a otras latitudes, y pregunte a los lugareños por qué hacen tal cosa de tal manera, la respuesta será “porque así se hace”. Por ejemplo, en las antiguas ciudades griegas clásicas era inadmisible que un hombre se negase a participar en las reuniones sociales de las plazas públicas. En otras sociedades antiguas, actos que nosotros hacemos en privado, encerrados tras paredes o cortinas, se hacían a la vista del público sin que ello incomodase. En las antiguas sociedades patriarcales el matrimonio entre un hombre y una mujer no era un acto de amor voluntario entre ambos, sino un arreglo comercial entre el padre del novio y el padre de la novia, para unir dos familias y su patrimonio. En la fiesta del matrimonio los recién casados, que sólo instantes antes vieron por primera vez el rostro del otro, consumaban el acto sexual en medio de gritos y festejos. No nos extenderemos en ejemplos porque son innumerables, pero aquí es donde debemos detenernos y reflexionar lo siguiente:
¿Qué relación podemos encontrar entre los cambiantes convencionalismos sociales y el Síndrome de Asperger?
Teniendo presente que cada sociedad da por hecho que lo que debe hacerse no es cuestionable, y que quien se detenga y pregunte por qué las cosas se hacen de tal manera quedaría automáticamente confinado al rincón de los ejemplares con fallas, debemos concluir que una persona con Síndrome de Asperger nace con una configuración neurológica que le impide ver y sentir lo que su sociedad considera como norma, como bueno, como ejemplar y como deseable. Una persona Asperger se rebela ante lo que la sociedad se inclina a obedecer, y esto en cualquier cultura, cualquier sociedad, cualquier tiempo. Es una transgresión que desde lo neurológico se enfrenta a las normas que establecen cómo deben darse las relaciones interpersonales, y esto puede ocurrir, por ejemplo, en un joven de una tribu africana que se resista a participar de algún rito de transición de la niñez a la adolescencia; o que alguien se sienta incómodo al verse obligado a participar de las danzas de carnavales en el Altiplano. Las convenciones sociales y la obligación intrínseca de cumplirlas produce un fuerte conflicto psicológico en el Asperger, lo que conlleva ansiedad, angustia, depresión y sensación de exclusión social, por no poder entender los actos que el resto de la sociedad realiza cotidianamente sin detenerse a preguntarse por qué lo hace.
El Síndrome de Asperger, por lo tanto, nos recuerda que el asumir como la única realidad posible la configuración de las costumbres sociales según las normas culturales, tiene su precio. Es altamente recomendable detenerse y tratar de comprender la manera en que los aspergers miran y sienten el mundo, porque ello tal vez logre que la sociedad reflexione sobre lo inconveniente que resulta ser la inflexibilidad de ciertas costumbres y creer que no existen otros mundos posibles.