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Francisca López tiene 36 años, es maestra y su hijo Rafael Pociña es autista. Cuando lo ve despegar los pies del suelo y progresar agarrando presas de colores a su madre se le ilumina la cara. Siente que el pequeño al fin consigue mantener la atención, que ha encontrado algo que le gusta. Sin pretenderlo, él y su monitora están abriendo un campo por explorar, el de la escalada como terapia. Tiene que ver con el instinto de supervivencia. A grandes rasgos con cómo el cerebro activa determinados resortes cuando se siente en peligro, aunque en este caso la amenaza no sea real porque el deporte se practica de manera controlada.
En enero Rafael cumplirá seis años y prácticamente desde que sus padres confirmaron este trastorno del desarrollo han tocado todas las teclas posibles para normalizar en lo posible la vida de su único hijo. Esto incluye reducir la jornada laboral de ella para asistir a todas las terapias posibles. Según reconoce Francisca, la desorientación inicial es desconcertante en los casos del trastorno del espectro autista (TEA), un diagnóstico que Rafael recibió con casi cuatro años de edad. «Nos dijeron que no nos desanimáramos porque aunque no era leve tampoco era severo».
Las personas autistas tienen dificultad para entablar relaciones sociales y comunicarse. Según relata su madre, su hijo es muy deportista y ha practicado con éxito baloncesto o natación. «De repente vimos que le interesaba mucho trepar, así que le montamos un pequeño rocódromo en nuestra casa de Olivenza».
Las mejoras tienen que ver con que el cerebro activa resortes cuando nota que está en peligro
Su interés se multiplicó hasta el punto de que los padres buscaron una instalación de mayor tamaño y dieron con ‘8a climbing’, el único rocódromo que hay en Badajoz, situado en la barriada de Llera. Allí imparten clases para niños cada tarde y la casualidad los llevó hasta Marina Montaño, escaladora, psicóloga de formación y monitora de los pequeños. Cuando ella comprobó los progresos que hacían otros niños con espectro autista a los que se les ponía delante un muro de escalada con presas de colores sintió que debía avanzar como terapeuta y se formó todo lo posible en este ámbito. «Rafael empezó a venir muy agitado- señala Marina- y ahora se le nota el cambio porque presta mucha atención. Existe una corriente que está empezando a avanzar que se denomina neurofisioescalada. Tiene que ver con que cuando percibes un peligro físico tu atención aumenta. Cada uno tiene su umbral y aquí hay mucho por investigar pero, en mi caso, desde que empecé a escalar vi claramente que esté deporte no es solo físico sino que el componente mental es muy obvio».
Marina tiene más niños de espectro autista con los que trabaja en este rocódromo pacense. El primero de ellos fue Regino de Miguel, al que lleva tratando dos años. Todo empezó de manera similar cuando sus padres buscaban alternativas con el fin de percibir progresos en su hijo.
Sexto y séptimo sentido
Yolanda Aguas es la madre de Regino y como tantas otras tuvo en Apnaba (Asociación de Padres de Personas con Autismo de Badajoz) su primer sitio de referencia. Pero ella quería ir más allá porque Regino había cumplido ocho años y sentía que no evolucionaba. Yolanda ha hecho cursos de integración sensorial en Barcelona y ha indagado en lo que denominan esos sexto y séptimo sentido que se atribuye a las personas con autismo. «Se trata del propioceptivo, que consiste en saber dónde empieza y acaba el cuerpo y el vestibular, relacionado con el equilibrio y el control espacial. Hasta que estos dos sistemas no estén regulados no aparece el lenguaje», explica.
Cuando su hijo pisó por primera vez un rocódromo fue por las indicaciones del médico especialista Jorge García Caballero, al que llegó a alojar en su casa durante 17 días para que siguiera de cerca a su hijo Regino. «Entre otras cosas nos dijo que debía realizar una actividad en la que sintiera su cuerpo. Pensó en la escalada por ser un deporte en el que vas contra la gravedad. Empezó con ocho años y ahora acaba de cumplir once. Aunque ha hecho otros deportes vemos que ha sido la escalada el que ha regulado mejor su cuerpo, le ha ayudado a evolucionar y ahora es más consciente de su entorno. Es una de las cosas que le calma, pero para mí lo más importante es que pone atención en otras cosas», relata Yolanda.
Marina Montaño, su terapeuta en el rocódromo, confirma lo anterior. «Regino demandaba una clase adaptada a él para que aumentara la percepción de su propio cuerpo. Él tiene un objeto que le motiva por el sonido que hace, entonces yo se lo subo a un punto y le dirijo los movimientos. Hemos comprobado que ha habido un aprendizaje por su parte porque ha mejorado su atención y su equilibrio. De no saber colocar el cuerpo a mirar hacia abajo y colocar los pies en las presas adecuadas ha sido todo un avance», dice Marina, que además es terapeuta en Down Extremadura y en breve viajará a Austria para hacer un curso específico – ‘Escalada terapéutica y psicoterapia y educación experimental’, se titula-. Según dice, la escalada ya ha empezado a usarse para abordar cuadros depresivos y hay hospitales en Austria que incorporan este deporte a diferentes terapias.
Más aulas específicas
En el caso de autismo los pasos que se están dando en Extremadura podrían ser los primeros que relacionan este trastorno neurobiológico con la escalada, si bien en Plasencia hay otras enfermedades en las que este deporte se está usando con éxito de manera terapéutica.
Sin embargo, Yolanda Aguas, madre de Regino, va más allá en su lucha para que se activen todos los recursos posibles para normalizar las vidas de familias como la suya. Ella es doctora en Farmacia y ha asistido a todo tipo de foros para estar al día en cualquier avance. Su reivindicación es que cada innovación se aplique, por eso hay que poner de acuerdo a los científicos que investigan con los políticos que toman las decisiones.
De esta idea nació, por citar un ejemplo, el aula del colegio Arias Montano de Badajoz, la cual fue impulsada por esta madre una vez el doctor Jorge García diseñó el modelo acogiéndose a la normativa vigente. Su insistencia dio lugar a que a principios del curso pasado la Junta de Extremadura lanzara esta experiencia piloto pionera en España en el ámbito de la educación pública que en la actualidad tiene plazas vacantes. Hay otras aulas abiertas -también denominadas azules porque este es el color con el que se asocia al autismo- en la región, de hecho Rafael Pociña asiste a la del Colegio Francisco Ortiz López de Olivenza. En ellas se facilita que niños con espectro autista puedan ser escolarizados con normalidad y alternen horas con especialistas y horas con el resto de compañeros.
Según Yolanda Aguas, la prevalencia del trastorno del espectro autista es alta (uno de cada cien nacimientos en la Unión Europea y uno de cada 59 en Estados Unidos) y va a más.
Ella sabe que cada vez hay más conocimiento científico y lo expresa dibujando una curva ascendente del número de publicaciones sobre autismo en los últimos años. «Sin embargo -lamenta- hace falta aplicar todo este conocimiento». En base a esta reflexión esta extremeña está buscando financiación privada para impulsar una fundación que, entre otras cuestiones, promueva más aulas abiertas en los centros escolares. La finalidad, resume, es que niños como el suyo consigan ser lo más independientes posible.